La línea recta es el camino más corto entre dos puntos. La
eficacia de esta idea reside en su simplicidad. Ocurre que, muy a menudo, lo
único simple es el planteamiento y dibujar ese trazo representa un enorme
problema. Es en ese punto de dificultad en el que se manifiesta la belleza y el
dueño de ese instante se llama Juan Carlos Valerón.
A veces es cuestión de un chispazo. Pero durante el lance
casi siempre hay que desparramar rivales hasta que el ruido se apaga y aparece
la vía. El balón no se impacienta porque sabe que el Flaco lo acuna a
la espera del momento. Se retuerce, pone al límite sus articulaciones, acomoda
cuerpo y esférico en escrupulosa coreografía y al fin llega ese clic que
estremece al rival y desencadena los episodios que dan sentido a este juego.
Son maniobras de apariencia exclusivamente lúdica, con el
adorno como fin en sí mismo. Pero no. No hay recreación en ellas sino pura
economía. Obedecen a deshacer el nudo y que la jugada madure con limpieza. Lo
saben bien los nueves que han paladeado los destilados del Flaco.
El producto de ese instante es la coordenada Valerón. Una
posición muy precisa, aunque cambiante, que siempre se traduce en una situación
ventajosa para el que recibe el balón; lo bastante cerca del rival como para
que confíe en llegar y lo bastante lejano del compañero como para alcanzar el cuero
en la plenitud de su avance, sin detener la carrera ni variar su dirección. El
pase al hueco de toda la vida. Por todo esto los abrazos tras el gol. La banda sabe
que, mientras Juan Carlos esté, nada les faltará. Son los creyentes de la
iglesia valeroniana.
Pero explicar al de Arguineguín desde la geometría es como
caminar por la playa sin descalzarse. El Flaco es un futbolista-manifiesto. Es
uno de esos intrusos que cada cierto tiempo se cuelan en este fútbol monocorde para
burlar la pizarra y el músculo y recordarnos por qué nos volvemos locos por
este pasatiempo.
Es un loco desafinado. Como la canción de Jobim y Mendonça,
grito pausado contra aquellos que no lograban entender, desde su convencionalismo,
la bossa nova. Revisando con oídos futboleros esos versos de finales de los 50,
uno se convence de que “en el pecho de los desafinados también – y sobre todo –
late el fútbol”. También advierte el son, y esto sí es literal, que siempre
habrá quien “insista en clasificar este comportamiento de antimusical”.
Y es que ya por entonces sabían que el distinto es siempre
el primer sospechoso. El peor marcaje al 21 ha sido la ocurrencia grosera de
intentar medir los pros y contras de su fútbol. No se ha inventado el artilugio
que pueda traducir en estadísticas lo que ofrece el de Arguineguín. Si se
sometiese a semejante fiscalización a todos los jugadores el resultado sería
tan vergonzante que habría que suspender la competición.
Pero ahora ya da igual, no es tiempo de riña. La vuelta del
Flaco a su casa no merece debate, sino sacar la cubertería de plata y sentarse
a la mesa de las grandes ocasiones. Aquellos días de furia se hacen diminutos
ante la perspectiva de la leyenda, que ya lo es sin necesidad de esperar al
retiro. Ya es Valerón, y no la pelota, quien camina hacia su propia coordenada.
Disfrutemos del último pase. Él lo hará.