VF es el blog de opinión y análisis de Pablo Muñoz

miércoles, 19 de octubre de 2016

Radiografía de un puñetazo

Dos a cero en poco más de media hora. Das un trago a una cerveza que debería ser un café mientras rumias que la hora que falta de fútbol no va a mejorar el panorama. En efecto, empeora rápidamente. Luis Suárez da un puñetazo a Arribas. Y ya. No pasa nada.

Aporrean la puerta la incredulidad, la indignación y el ansia de justicia. Vienen con ganas. "Pasad, os estaba esperando". Ahora necesitamos una repetición. Una buena, de las de ángulo imposible y cámara lenta, que nos regale el clásico bucle cabreo-repetición-cabreo. Cada visionado adicional es esa otra copa que no te hace falta pero que te vas a tomar. Porque sólo hay algo mejor que tener razón y es llenarte de razón. Pocas situaciones en la vida, ninguna si lo reducimos al ámbito del ocio, pueden proporcionarte un enfado tan pleno como una buena injusticia en un partido. Los enfados futboleros son tan acogedores que es complicado renunciar a retozar un rato. Sólo cinco minutos más.

“Instalar demonio. Sí a todo”. Ahora que el incendio ya está dentro, te animas a comprobar que fuera el mundo es consciente de la infamia y partícipe de tu causa. Nada bueno se avecina. Tendrías que conformarte con un cabreo en la intimidad. Perfecto, minuciosamente estructurado, con todos los ingredientes en su justa medida. Pero te asomas y sólo está el silencio humillante, incluso amparo -si es que no son lo mismo-, que ha encontrado la originalidad de Suárez. “Forcejeo”. “Disputa”. “Pugna”. Festival de eufemismos. Era visto, la culpa es tuya. De nuevo ese regusto en el paladar. De nuevo hay tanta infamia sobre el escenario como en el auditorio.

Pero esto no ha terminado. Las únicas voces de denuncia, además de las propias, claro, proceden de ese madridismo que se relame ante los acontecimientos porque son un cheque al portador para alimentar la trinchera continua. ¡Más madera! Indignación impostada o, peor, interesada. Una intromisión inaceptable. Y eso sí que no. Somos egoístas en el agravio; es mío y sólo yo estoy legitimado para cabrearme. La injusticia se mastica en familia. Cuesta resistir la tentación de entregarse a un enfado justificado, a veces incluso a uno injustificado, pero en ambos casos te ocupas del asunto con los tuyos, no delegas en falsos justicieros y mucho menos en aficionados de oportunidad. Qué fácil es subirse al carro cuando ya hay una buena bronca sobre la mesa, lista para degustar.

jueves, 7 de abril de 2016

La coordenada Valerón


La línea recta es el camino más corto entre dos puntos. La eficacia de esta idea reside en su simplicidad. Ocurre que, muy a menudo, lo único simple es el planteamiento y dibujar ese trazo representa un enorme problema. Es en ese punto de dificultad en el que se manifiesta la belleza y el dueño de ese instante se llama Juan Carlos Valerón.

A veces es cuestión de un chispazo. Pero durante el lance casi siempre hay que desparramar rivales hasta que el ruido se apaga y aparece la vía. El balón no se impacienta porque sabe que el Flaco lo acuna a la espera del momento. Se retuerce, pone al límite sus articulaciones, acomoda cuerpo y esférico en escrupulosa coreografía y al fin llega ese clic que estremece al rival y desencadena los episodios que dan sentido a este juego.

Son maniobras de apariencia exclusivamente lúdica, con el adorno como fin en sí mismo. Pero no. No hay recreación en ellas sino pura economía. Obedecen a deshacer el nudo y que la jugada madure con limpieza. Lo saben bien los nueves que han paladeado los destilados del Flaco.

El producto de ese instante es la coordenada Valerón. Una posición muy precisa, aunque cambiante, que siempre se traduce en una situación ventajosa para el que recibe el balón; lo bastante cerca del rival como para que confíe en llegar y lo bastante lejano del compañero como para alcanzar el cuero en la plenitud de su avance, sin detener la carrera ni variar su dirección. El pase al hueco de toda la vida. Por todo esto los abrazos tras el gol. La banda sabe que, mientras Juan Carlos esté, nada les faltará. Son los creyentes de la iglesia valeroniana.

Pero explicar al de Arguineguín desde la geometría es como caminar por la playa sin descalzarse. El Flaco es un futbolista-manifiesto. Es uno de esos intrusos que cada cierto tiempo se cuelan en este fútbol monocorde para burlar la pizarra y el músculo y recordarnos por qué nos volvemos locos por este pasatiempo.

Es un loco desafinado. Como la canción de Jobim y Mendonça, grito pausado contra aquellos que no lograban entender, desde su convencionalismo, la bossa nova. Revisando con oídos futboleros esos versos de finales de los 50, uno se convence de que “en el pecho de los desafinados también – y sobre todo – late el fútbol”. También advierte el son, y esto sí es literal, que siempre habrá quien “insista en clasificar este comportamiento de antimusical”.

Y es que ya por entonces sabían que el distinto es siempre el primer sospechoso. El peor marcaje al 21 ha sido la ocurrencia grosera de intentar medir los pros y contras de su fútbol. No se ha inventado el artilugio que pueda traducir en estadísticas lo que ofrece el de Arguineguín. Si se sometiese a semejante fiscalización a todos los jugadores el resultado sería tan vergonzante que habría que suspender la competición.

Pero ahora ya da igual, no es tiempo de riña. La vuelta del Flaco a su casa no merece debate, sino sacar la cubertería de plata y sentarse a la mesa de las grandes ocasiones. Aquellos días de furia se hacen diminutos ante la perspectiva de la leyenda, que ya lo es sin necesidad de esperar al retiro. Ya es Valerón, y no la pelota, quien camina hacia su propia coordenada. Disfrutemos del último pase. Él lo hará.